Miro una hoja de papel
y veo un mundo. Mi mundo. Ya sea blanca o esté plagada de pequeños cuadrados
azules, en ella veo reflejadas las cosas más peregrinas y dispares: desde
unicornios, notas musicales o vestidos de princesa, hasta lagrimas que
contienen mis más secretos agobios.
Al principio son algo
abstracto, algo volátil, y parece que al cerrar el cuaderno van a desaparecer,
se las va a llevar el viento como a las palabras no plasmadas… Pero pronto mi
mano agarra el bolígrafo y comienza a escribir, sin previo aviso e
inconscientemente, hasta que todas aquellas ideas etéreas van tomando cuerpo en
forma de letras de tinta azul.
La imaginación me
desborda, los conceptos se me agolpan en la cabeza, cuando poco antes estaban
más que escondidos, reticentes a salir. Palaras que no era consciente de que
sabia, o incluso que no era consciente de que existían, afloran poco a poco
para aportar su granito de arena y aclarar las formas que mi mente ha creado
sobre la hoja.
Las manos me duelen, me
clavo las uñas de la fuerza con la que agarro el bolígrafo, los brazos se me
entumecen, pero no puedo parar, no debo… Tengo miedo de que esas imágenes cada
vez más nítidas desaparezcan de mi cabeza, y de que las muchas palabras antes
desconocidas que me han sido reveladas vuelvan a su lugar de origen, sea cual
sea éste.
Lentamente, las ideas
quedan vertidas sobre el papel, como quien derrama un bote de tinta indeleble
encima de una camisa blanca: dejan una marca que ya nadie podrá borrar.
Mis unicornios ya tienen
ese perlado cuerno; mis vestidos, telas suaves y ligeras; mis notas musicales,
unidas por fin, tienen una armonía para materializarse; y mis angustias ya lo
son un poco menos, porque comparto su peso con el papel que ahora las alberga.
Mi mano derecha redice
la velocidad y la fuerza con la que agarra el bolígrafo. Ya no está ansiosa por
plasmar nada, porque el grifo se ha cerrado. Nuevas y lustrosas ideas,
renovadas, ocupan mi cerebro, pero no tienen ganas de salir. Están latentes
porque saben que el turno de ahora se ha acabado, pero no están rabiosas porque
también son conscientes de que tarde o temprano tendrán su momento de gloria,
al igual que sus compañeras, que, ya plasmadas, tienen lo único que les faltaba
cuando estaban en su forma etérea: una forma material.